05 febrero 2012

[sobre el enfrentamiento directo del escritor contra el papel en blanco]

Si ya se tiene una idea previa de lo que se quiere escribir, entonces las palabras fluyen como volcadas desde un recipiente abierto, que sólo esperaba a poder liberarlas. En la ordenación de frases, la elección de expresiones y el retoque de imágenes, el autor se entretiene en dar forma a su mensaje. Las relecturas en voz baja, las supresiones y las modificaciones, perfilan el texto que habrá de pasar el más exigente de los exámenes: el propio. Algunas veces -si hay suerte- llega una última revisión que satisface de manera contundente; otras veces esto no sucede, y habrá que abandonar el trabajo, para que en un momento más propicio pueda acabarse la obra. Pero hay ocasiones en que al enfrentamiento se acude desnudo, vacío, desprovisto de ideas. Es entonces cuando se produce un momento en que parece que el tiempo se ha parado. Como abrazados a una paz insólita, los pensamientos del artista se colocan en una especie de escaparate interior, y esperan inmóviles a ser elegidos. Es un momento magnífico de introspección a toda velocidad, que no se entretiene en analizar o sentir, sino que valora y escoge, en función de la posibilidad de obtener belleza a través de su literatura. La elección es tan subjetiva como aleatoria, pero su proceso -breve e intenso- proporciona un instante mágico de meditación, terapéutico y tranquilizador.

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