03 julio 2012

[cotilla 3.0]

Hans jamás se aprovechó de la información que obtenía con aquel artilugio. A pesar de sofisticar con el tiempo su afición, en esencia, lo único que hacía, era curiosear. Se limitaba a satisfacer un sencillo y morboso deseo común: el chafardeo emocional.

El aspecto de su indiscreta herramienta era casi igual al de un alcoholímetro, y Hans, en los controles policiales, lo utilizaba sin que nadie advirtiese la diferencia. Pero su invento era infinitamente más valioso: gracias a su ingenio -y a tres cruciales componentes que había requisado furtivamente en un centro de investigaciones neurológicas- su falso detector de sustancias, era capaz de proporcionar una precisa descripción del estado de ánimo del examinado.

Si uno fuera capaz de expresar en una única sentencia, breve y concisa, las emociones o sentimientos que tienen más presencia en su interior en un preciso instante, esa sería exactamente la frase que la máquina de Hans emitiría. A pesar de la dificultad de la tarea, el sistema la resolvía de manera infalible, a menudo, sin que el propio sujeto fuera capaz de hacerlo mejor.

Hans pasó por diferentes grados de adicción. Solía imaginar que tenía una bola de cristal entre sus manos y que, al frotarla, atravesaba las barreras protectoras de sus víctimas, para descubrir sus intimidades. Deseaba que le asignaran a los controles de carreteras y si no lo hacían, se sentía vacío y aburrido. En una primera etapa, se entretuvo con el jugoso morbo de saber qué sienten los demás, pero en cuanto hubo recopilado un espectro de resultados lo bastante amplio como para empezar a observar repeticiones, jugaba a predecir las descripciones, y compararlas con las de la máquina.

El grado de precisión del programa despertó gran interés en la comunidad científica. La genialidad del sistema radicaba en la capacidad de plasmar en una frase del lenguaje común, el extenso conjunto de magnitudes y resultados matemáticos que estudiaba. La semántica se decidía a partir de fuentes de datos de origen químico y el resutado era asombrosamente coherente. Hans obtuvo una enorme admiración intelectual cuando sus algoritmos salieron a la luz.

Pero a pesar de lo magnífico de su invento, cuando fue descubierto, le acusaron de intromisión indebida, y le expulsaron del cuerpo de funcionarios. Después de interrogarle sobre los mecanismos y razonamientos utilizados en su idea, su bola de cristal de las emociones instantáneas, fue destruida. Desde entonces, Hans, en sus relaciones con las personas, ya no puede corroborar si sus predicciones son acertadas, y se tiene que conformar con preguntarle a la gente, qué tal, cómo estás, cómo te sientes.

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