Sin dinero
para tomarse una caña, aburrido del libro que leía y con la única
compañía de un viento frontal que murmuraba sin pausa, pensaba:
evadirse, evadirse, todo es evadirse; tomarse una caña, leer un
libro, disputarle al tedio unos pocos minutos, minutos perdidos en
realidad, minutos que rellenamos con la falsa ilusión de que
silenciamos el viento, de que el lago plácido que sospechamos que
existe no se ha enterado de que solo lo estamos entre-teniendo, y que
va a volver, sus olas minúsculas y perfectas van a volver a
acariciarnos, a golpearnos, a recordarnos quién somos y qué no
somos, a helarnos en invierno, a refrescarnos en verano. Evadirse,
llenar de polvo las estanterías para después poder comentar sus
rugosidades, no querer enfrentarse al vacío de unas verdades que nos
asustan, nos maravillan, nos aburren, o que muchas veces, no sabemos
ver.
Evadirse,
sí, pero también a veces todo lo contrario, a veces barrer
pensamientos como en una meditación en búsqueda de ese mismo lago,
con la esperanza de poder visualizarlo de una vez con claridad, de
poderlo sentir, de podernos bañar en él sin reparos, de dejar
limpia la estantería, dejarla absolutamente limpia y vacía de
cualquier polvo, si es que es posible, si es que sirve de algo.
Pensaba en
eso mientras barría pensamientos, mientras se perdía en ellos. Le
resultaba imposible definirse por completo en un lado o en el otro:
evadirse, barrer pensamientos para no evadirse, pero evadirse
barriendo pensamientos, y al final evadir pensamientos, no pensar,
barrerse. Pero después también un hecho incontestable, la certeza
de una realidad pensativa exclusiva del estado de la soledad, del
estar solo, del no tener a nadie al lado, nadie cerca, ninguna
conversación. Porque entonces la maquinaria del espejo y la empatía
con los otros convertía la
evasión en otra cosa, una especie de distracción en compañía, a
veces gregaria, a veces íntima, y esas pocas veces, en amor.
Amor, sí, esa anestesia con forma de encogimiento de la parte
posterior de los pulmones, como una presión desde las caderas hacia
el pecho, que si se observa con atención suele provocar lágrimas,
no desde el estómago, ni por supuesto desde la cabeza; como unas
cosquillas, como un orgasmo tierno y femenino. Y de repente un verso
recordado, “lo único que existe es el amor”, tal vez un verso
inventado, absoluto y discutible, pero presente. Recordar era fácil,
incluso un torpe ejercicio postural podría llegar a simularlo,
aunque fuese una sombra de una sombra de la sensación verdadera;
pero evasión, evasión de evasiones, rey de las evasiones; y ahora
tan ridículo moviendo el tórax como un pavo real, pero y qué más
daba, si al final también terminaba por desaparecer, por mutar hacia
otra cosa que ya no era la misma, que ya había que reinventar; el
enamoramiento que muere en las rutinas, las relaciones monótonas,
los matrimonios eternos, el inevitable descenso de la intensidad, la
constante amenaza del aburrimiento.
Y
entonces el abanico gastado de evasiones disponibles, la amistad, la
literatura, el deporte; con todas sus dimensiones, sus intersecciones
y uniones, sus paralelismos, sus puntos en común, sus explicaciones,
sus contradicciones. Imposible seguir barriendo, seguirse evadiendo.
El lago inmóvil seguiría ahí esperando, nutriéndonos y
aturdiéndonos en la misma medida, estaría ahí como siempre había
estado, cambiante, único, ajeno a nuestras parrafadas. Y entonces,
como si despertara, recordar que sí tenía dinero para tomarse
esa caña, detectar un resquicio de interés por el libro que leía, y
levantarse, silenciar el viento, “la vida es esto”, y seguir,
seguir avanzando, sí, evadiéndose, así es, evadiéndose, sí,
evadiéndose.
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